«Las ferias en la memoria»
Un dia y sin saber muy bien porqué, el zagal dejó de ver a aquel hombre al que llamaba tío, y que era el marido de la hermana mayor de su madre. Pasado no mucho tiempo, unos meses, otro dia, volvió a verlo y no le llamó la atención, que fuese en el mes de Agosto y que coincidiese con la celebración de la feria. Pasado éstas, su tío volvió a perderse de vista, esta vez, acompañado de la mujer y los hijos, o sea, la tía y los primos del zagal. Apenas transcurrido un año, la misma secuencia llegó a los ojos del pequeño, con otro tío, otra tía y otros primos, poniendo tierra de por medio. El zagal no dejaba de ver las penas y tristezas, que aquellos días traían a casa de su familia, la ausencia de aquellos familiares. Luego pasaron algunos años sin volverlos a ver, ni a unos, ni a otros, solo escuchaba decir a sus abuelos, que habían escrito los de Francia y, que en la carta ponía que estaban todos bien, y que muy pronto vendrían. Un año, aparecieron todos de golpe, cargados de maletas, cajas y bultos de ropa, envueltos en aquellos grandes pañuelos, que las madres, llamaban de tienda. Aquellas preñadas maletas a rayas, como el hule de una mesa, a punto de explotar y que no lo hacían, gracias a la correa, entonces no se le llamaba cinturón, que el masculino pantalón, era impensable ver a una mujer metida en aquella varonil prenda, cedía por unos días, para tan preciso y apretado menester. Tal circunstancia, la llegada de tanta gente, rompía la monotonía y tranquilidad con la que aquí transcurrían los días, las semanas, los meses y los años. Alteraban por completo el orden rutinario de las casas, y de las cosas, y el espacio comenzaba a escasear, a la hora de comer y dormir. De tal manera que había que improvisar camas y mesas cada dia, pues se dormía en los sitios donde antes no solía hacerse, o dicho de otro modo, colchones al suelo, y se comía en la mesa grande, aquella que durante todo el año aguardaba la llegada de la gran familia; por el medio dia en el porche, y por la noche en mitad del corral, con el gato metido entre aquel bosque de piernas. Cada año que pasaba, el número de primos del zagal iba en aumento, aunque los tíos siempre eran los mismos, dos ellos y, dos ellas. Unos primos que a cada vuelta, volvían hablando más raro, y entendiéndoseles cada vez menos, cuando lo hacían entre ellos. A si pues, la llegada de los franceses, se convirtió en un ritual para el zagal, con la extraordinaria casualidad que siempre coincidía con la feria, de tal forma que cuando iban a llegar ellos, llegaban acompañados de ella y, cuando lo hacia ella, lo hacia acompañada de ellos. Exquisito binomio, que cada año se repetía llegado el mes de Agosto. El mes iba consumiendo sus días y sus cabañuelas. La gente abandonaba por unos días los campos y también era la fecha, junto con la vendimia, que más carros se veían a las puertas de las casas, sobre todo carros entoldados. Gentes que el zagal no veía en todo el año y que el claro de sus frentes y el oscuro de sus caras, les delataba y diferenciaba, de los que venían del extranjero. Era la huella dejada por el abrasivo sol, durante las tareas de la veraniega trilla en la era, o mejor dicho, gobernar el sustento para quienes moraban las cuadras y calzaban herradura. Otros que se dejaban ver por aquellos días eran los quintos, los jóvenes que estaban haciendo la mili y, que fácilmente se les reconocía, por el rapado de sus cabezas y, por lo bien agarrados que llevaban a sus novias, paseando por la feria. A las puertas de las casas se vendían las frutas del tiempo, sobre todo higos blancos, en unas canastas tapados con hojas de la misma higuera, puestas sobre una silla, y un artilugio al pie de ésta, hecho de madera y esparto, que se usaba como balanza. Aquellas gentes y aquellas ferias, que coincidieron en un tiempo de blanco y negro, que el zagal recuerda con añoranza y que le vienen a la memoria, cuando llegan estos días. Más de cuatro millones de españoles emigraron a países Europeos como Francia, Alemania y Suiza, en los años sesenta, entre ellos muchos jumillanos, que llegado el mes de Agosto, regresaban por unos días a la tierra que les vio nacer. En Navidad y Semana Santa, no podían hacerlo, porque en aquellos países, estas fiestas de índole religioso, apenas se celebran debido a la laicidad que practican y, también porque no decirlo, por cuestiones de bolsillo. Los encuentros con las familias eran muy efusivos y alegres. Las despedidas tristes y llorosas. La convivencia durante la estancia de los familiares llegados de Francia, llena de anécdotas, que hoy paseando por la feria, se recuerdan con cariño. Aquellas ferias sin Fiesta de la Vendimia, sin Festival de Folclore, sin Moros y Cristianos. Con atracciones realmente curiosas que hoy ya no existen; como aquella que un hombre sobre una moto, daba vueltas en círculo sobre una especie de tubo de tablas, formado en vertical y, donde él giraba en horizontal sin caerse. No se conocían los coches eléctricos, pero si la ola y el tira pichón, que es de lo poco que todavía perdura de aquellas ferias. A cambio de los ruidosos chiringuitos, estaban el bar Copacabana, el Central o la Mercantil. Todas las tardes, un viejo camión de color verde, sacado de alguna de las películas de Indiana Jones, conducido por Juan, el que media a los quintos, regaba el recinto ferial. El jardín parecía un patio andaluz por lo limpio y, por lo bien cuidado y respetado que estaba, para el disfrute y lucimiento, durante aquellos días. Como eventos deportivos se celebraba, no todos los años, una prueba ciclista por el casco urbano, y algún partido de fútbol fuera de competición, si el pueblo tenía equipo. Por aquellos años se construyo el complejo de Gemina y fue toda una novedad, pues disponía de piscinas, bolera, sala de fiestas, campo de tiro y, un bar con una barra, que podían aterrizar los aviones. Aquello contribuyó a darle un complemento de cantidad y calidad a la estancia de los jumillanos llegados del extranjero, y fue el germen gastronómico de la fiesta de la vendimia, que años después llegaría. Donde unos señores que parecían todos Gobernadores Civiles de la época, se pegaban una opípara cena, acompañados de sus señoras y de la gachí más despampanante del momento, que además cantaba. En los cines de verano siempre ponían una película del guaperas Manolo Escobar, llenándose la sala cada noche que durase la feria, aunque fuese la misma cinta todos los días. Por el precio del primer pase, podías quedarte también al segundo, lo que suponía ver las mismas películas dos veces en cuestión de horas, pero a falta de otros acontecimientos y de perras en el bolsillo, aquello, mejor era que nada. No se disponía de televisión, si de una radio que no funcionaba, para matar el tiempo en las casas de la familia del zagal. Los días junto a sus primos se hacían largos y eternos, no se conocía que existiesen aparatos como el frigorífico o el ventilador, con lo cual el remedio para el calor pasaba única y exclusivamente por el uso del botijo, que aguardaba el paso del tiempo, sobre un tinajero en mitad del porche. Pasado el sorrato de la siesta les dejaban salir, el destino podía ser variado y variopinto; la vía del tren y, meterse debajo del puente de hierro al paso de éste, para ver quien aguantaba más tiempo, lo que llevaba consigo alguna mancha de aceite o grasa. Al Charco del Zorro a cazar ranas, y suerte la de aquel que no acabara metiendo un pie, o los dos, en el cenagoso barro. Al Castillo a tirar piedras, que alguna impactó sobre la cabeza del zagal. Por todo lo cual, siempre había que dar algún tipo de explicación a la vuelta a casa, y esperar las consecuencias derivadas de los actos cometidos, por el zagal, o por cualquiera de los que le acompañase en las aventuras de la tarde. Lo que quiere decir, que siempre le tocaba a él pagar el pato. Pues jerárquicamente a él correspondía, el mando de la pandilla de primos y amigos. Si les daban una peseta llegaba el éxtasis, o sea, los baños del tío Campa, junto a la rambla. Agua salobre en la balsa y tábanos en los pinos que parecían bombarderos; lo mejor para evitar su picadura, era no salir del agua. A la vuelta del baño, se pasaban por el huerto de lavar, por si alguna mujer les requería, para llevar el capazo de la ropa lavada a casa y, pillar algo para gastar en la feria. La esperada y deseada compra del juguete no se producía hasta el último dia y, casi a ultima hora, con la desesperación que para el zagal aquello suponía. Al parecer la explicación que tal circunstancia tenía, era el abaratamiento de la compra por un lado y, que durase algún dia más, entero y con todos sus componentes en perfecto estado, por otro. Pues de hacer la compra al principio de la feria, era casi seguro que al final de ésta, el juguete no llegara. De tal modo que cuando los amigos del zagal ya lo habían destrozado, el todavía lo tenia estrenado, y aquello suponía un plus nada despreciable en aquellos años; tener algo que otros desearan. Y asi fueron pasando las ferias y los años. Hace ya años que el zagal peina canas, sus primos los franceses continúan siendo fieles a la cita festera que les ofrece la tierra de sus orígenes cada mes de Agosto. Algún tío y algunos primos descansan para siempre en la tierra que les acogió, hijos y nietos de aquellos, suplen su ausencia. El zagal, queriendo conocer la realidad de aquellas tierras y, aquellas gentes que tuvieron que marchar, ha viajado varias veces desde entonces a aquellos lugares. Ha conocido a otros jumillanos y de otros pueblos cercanos, que le contaron las penurias que tuvieron que sufrir al principio de aquella aventura. En el recuerdo y la nostalgia que transmiten en sus expresiones, le piden que les hable de la feria, de si ha cambiado mucho desde la última vez que visitaron su añorada Jumilla. Al zagal no le queda más remedio que echar la vista atrás y contarles que en la forma si, pero que en el fondo, la feria del pueblo continua siendo lo que era. Unos días de encuentro entre familias y amigos, que cada año vuelve. Como vuelven los largos días de calor, los higos blancos, comidos al pie de la higuera, a la salida del sol, que es como mejor están, los higos chumbos cogidos con el relente de la madrugada, que es cuando menos pinchan, los melones de olor partidos junto a la mata, las cabañuelas con sus recabañuelas, y llevarlas apuntadas por orden cronológico, para luego consultarlas. Y tantas y tantas cosas, que son comunes con nuestra tierra, con nuestras gentes y con nuestras costumbres jumillanas.
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