Si tuviera que dar dos motivos para justificar la visita a esta isla para quienes son aficionados a la fotografía seguramente recurría a dos la luz y el color. Aunque ambas razones son en definitiva una misma ya que el color no es sino una propiedad de la primera, la luz.
La luz en Islandia es, por su latitud, más rasante que la nuestra. Allí el sol nunca alcanza en su cenit diario la verticalidad que tiene aquí. Esto hace más alargadas las sombras y destaca el relieva de la superficie, a la vez que esas horas que los fotógrafos llamamos azules, la anterior y posterior a la puesta y salida del sol, allí se alarguen a casi doce horas (seis en el amanecer y otras tantas al atardecer), todo un lujo. También es una luz más tamizada, seguramente por ser filtrada por una mayor extensión del aire atmosférico y también por una mayor frecuencia de nubosidad. Todas estas propiedades de la luz son suficientes para que un mismo objeto de fuese visto diferente bajo nuestro cielo mediterráneo que desde el Islandés.
Pero ocurre que los colores del paisaje son aquí cambiantes y distintos. Su naturaleza volcánica y sus glaciares con hielos permanentes nos permiten sacar blancos y negros puros sin necesidad de tocar los mandos de nuestra cámara o procesar después sus archivos para conseguirlo. Basta con subir mil metros y nos encontramos con la nieve helada y las lavas volcánica.
Descendemos unos metros y los verdes luminosos de sus musgos y líquenes cubren por doquier la superficie de esta isla. Los amarillos y rojizos aparecen en todas sus gamas tonales en cualquier ladera, de sus tierras en una sinfonía que se combina con los verdes y azules de su cielo. Otras sobre sus pastizales costeros donde se salpican otros colores de florecillas silvestres que cubren desde el blanco al púrpura.
Hasta las grabas negruzcas de los desiertos volcánicos que tiene el denominado Valle de Thor, sólo salpicadas de vez de tarde en tarde por pequeños ramilletes de florecillas blancas y otras de tenue color violáceo que ofrecen unas matas rastreras, perfilan en el horizonte todas las ondulaciones de su superficie.
Es esta combinación de luces y matices tonales lo que hace a esta isla rabiosamente fotogénica. Sostengo que una buena foto consiste esencialmente en saber mirar, pero aquí en Islandia hasta puedes saltarse esta única y básica regla de la fotografía, pues aquí, mires donde mires hay una buena foto. De ahí que un robot autómata que disparara al azar por doquier, no importa qué máquina, estoy convencido que obtendría imágenes interesantes.