Hace veinte años, ni siquiera quienes estábamos convencidos que la fotografía digital lo cambiaría todo, alcanzábamos a imaginar la revolución y alcance que ésta traería consigo. Quizá éramos capaces de imaginar las ventajas y cambios que sobre las técnicas y los procesos acarrearía su implantación; pero desde luego, no teníamos ni idea de la revolución social que las nuevas técnicas fotográficas iban a suponer.
Los españoles además, habíamos crecido en un mundo donde cualquier tema relacionado con la fotografía estaba sujeto a un impuesto especial «Impuesto de lujo» (así se denominaba), que afectaba a la compra de todo lo relacionado con ella y del que sólo se libraban quienes tenían el carnet sindical de fotógrafo. Con lo cual, si el mundo de la afición fotográfica ya era de por si escaso, aquello terminaba por disuadir a cualquiera para comprar o usar una máquina. Con la llegada de la democracia y la entrada en vigor de sistemas impositivos más modernos aquello paso a la historia; sin embargo la necesidad de comprar los carretes, revelar y pagar el papel con su consiguiente espera para ver el resultado; seguía siendo un elemento disuasorio para que muchos abordasen la práctica de la fotografía.
Finalmente arrancó el siglo XXI con las primeras cámaras réflex digitales serias (mi primera Canon D30 digital es del 2000), y tras ellas vino la popularización de las compactas digitales. Se inició a continuación la guerra de los pilxeles, donde cada día nos levantábamos con un modelo que poseía algún Mega más de ellos. Cada vez las cámaras no solo tenían más resolución en pixeles sino que su software era más potente y hacia más innecesario tener experiencia y conocimientos para disparar técnicamente correcto. Ahora el más tonto podía hacer relojes.
Por si ello no fuera suficiente, aparecen las primeras cámaras integradas en el teléfono móvil, que se había extendido como la pólvora y, en apenas unos años, habían alcanzado un número similar al total de la población. Ahora una cámara la lleva todo el mundo en el bolsillo y muy pronto todos aprendieron a jugar con ella, a recoger aquello que se les cruzaba en su vida y poder de este modo compartirlo, dar testimonio de que ellos lo habían vivido. Ese es el auténtico milagro de la revolución digital, la fotografía no será nunca ya lo que fue.
Seguramente siempre habrá fotografía artística y fotógrafos profesionales junto a otros aficionados que salvo por no vivir de ella apenas podríamos distinguirlos de los primeros; pero nunca podemos pretender en el futuro que, los límites entre lo que cabe denominar «fotografía social», «fotografía artística» o «fotografía profesional» estén meridianamente claros.
He visto fotografías tomadas por gente común con su móvil que merecerían estar colgadas en una galería de arte, fotos de aficionados que superan las de los grandes maestros, hasta fotos deficientes técnicamente tomadas con móviles o cámaras sencillas que tienen más de artísticas que muchas de las que toman los que así se llaman. Lisa y sencillamente, la revolución social de la fotografía ha hecho de ésta una materia social, una forma de expresarse al alcance de todos donde no son necesarios grandes cachivaches fotográficos, conocimientos ni experiencia técnica, solo saber mirar y tener gusto estético. Pero esto último aun cuando hay reglas de composición que ayudan no se aprende en una academia ni en un curso de on-line en la red. Lo del arte, amigo mío, va en la sensibilidad de cada uno y cada uno tenemos el que Dios nos dio.
La esencia de la revolución digital es la de hacer de la fotografía un medio de expresión generalizado a todos, donde todos pueden expresar a través de ella sentimientos, emociones, vivencias de la forma más fácil e intuitiva. Algo que cuando yo leía y me empapaba en artículos especializados sobre la futura fotografía digital, allá en los años ochenta y noventa, nadie alcanzaba a imaginar.
Es de tal magnitud la revolución social de la fotografía que ha cambiado nuestras vidas, pues no somos capaces de salir al campo, tomar una tapa, estar con los amigos o ir de vacaciones si no lo captamos con el objetivo de la cámara y lo colgaos en las redes sociales para compartirlo con los amigos. Hoy no vivimos, no tomamos conciencia de nuestro yo, simplemente registramos en una foto que lo hacemos, tomamos una selfies o selfish (que no alcanzo a saber cómo decirlo), la revolución digital ha hecho que perdamos el miedo a la cámara, que no nos imponga el objetivo, que miremos con descaro, al mismo. Hasta que adoptemos poses burlándonos de la misma, pues sabemos que esa foto, no será la foto que ilustre nuestras vidas, sino una instantánea más entre miles de ellas.
Ahora se confunde fotógrafo y motivo, sujeto y objeto de la toma, porque todo es posible en el mismo acto. Ya no hay posturas solemnes, sólo poses desenfadadas. Los fotógrafos de bodas rompen las reglas y, para ser originales, fotografían a los novios en medio de la carretera del Carche (como si a vendimiar o al viaje de luna de miel fuesen), fingiendo una avería en el coche nupcial o un arrebato pasional del novio a medio camino. Todo vale para tener un álbum de bodas original que enseñar a los amigos.
Ahora amigos míos, todo es posible con la fotografía digital, hasta que alguien muera en un accidente de coche porque, en ese momento, andaba haciéndose un selfihs para subirlo a Faceboook.
Personalmente, hasta ahora me consideraba un aficionado aventajado en esto de la fotografía, ahora, ya no se qué considerarme.